Hay cielos que espiralan nuestra mente. Crepúsculos fugaces, soles que se desangran, transiciones que dan ganas de llorar porque sabemos que en la batalla de colores ganará la oscuridad. Cuando esas breves imágenes se estampan en las pupilas, se acompasan la melancolía con la felicidad humilde de disfrutar de un paisaje. Aparentemente, luego ocurre un error de traducción: los ojos experimentan el éxtasis y corren a contarle al corazón que la belleza puede lastimar. Nadie puede procesar esta divergencia sin que la acidez corte un poco sus venas. Así es que nos atraviesan dulcemente esos cielos, nos dejamos herir por ellos un rato y nos entregamos a sus notas.
Así suenan.
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