Bailar —esta vez— sin buscar contacto directo con la tierra. Dejarnos reflejar por superficies espejadas y que la imagen que nos devuelvan sea la de la vitalidad que creímos haber perdido. Bailar serpenteando y que se interponga, entre la gravedad de la Tierra y las plantas de nuestros pies, una suela que no deje escapar nuestra energía. Bailar buscando pasos resueltos y galvánicos, sin estar imantados a nada. Bailar con nuestro centro y no solo con las extremidades. Bailar sobre madera, confiados en la artesanía que transforma a la naturaleza. Lograr que el ritmo sostenga el cuerpo, y que la música impida que caigamos al vacío de esta vida triste. Bailar a una distancia prudente del plano, pero bailar, siempre bailar.
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